6. La primera vez
que viajé a una ciudad sola me fui de fin de semana a Viena, en comparte-coche
desde Munich. Tenía 21 años. Quedé con mi conductora para el regreso a la
salida de una estación de metro de Viena. Para evitar perderme, llegar tarde y
arriesgarme a quedarme colgada en aquella ciudad que me pareció bastante fría
(lo achaqué durante mucho tiempo a haberla recorrido sola y no poder
compartirla con nadie, no fue hasta años más tarde que descubrí que viajar en
solitario es uno de los mayores lujos que hay), llegué con bastante antelación
a la parada del metro. Me senté sobre el limpísimo suelo a leer un libro (La
Casa de los Espíritus, se me quedó grabado en la memoria) con la mochila a mi
vera. En un par de minutos estaba envuelta en el suave universo mágico de
Isabel Allende. Una mano frente a mí me sacó de mis ensoñaciones para descubrir
a una señora que me ofrecía una moneda. Me insistía que la aceptara, y yo
horrorizada, negaba con la cabeza. Concluí que me había confundido con una vagabunda,
aunque me parecía que mi aspecto limpio aunque mochilero, leyendo un libro en
una estación, no debía haber llevado a nadie a esa confusión. Hoy me pregunto
sin tan sólo pensó que necesitaba ayuda para pagar el billete de metro. La
anécdota no tiene más importancia si no fuera por el susto que me llevé al
creer que alguien me tomaba por una mendiga. El tiempo curte: quince años más
tarde me encontraba “mendigando” dólares en el aeropuerto de Kathmandú para
pagar unas tasas de salida que no sabía que existieran, y para las que me quedé
sin liquidez. Menos mal que los viajeros son gente enrollada, en cinco minutos
recaudé los 20 dólares necesarios.
7. El primer vuelo
que tomé en mi vida me llevó a la isla de la Gomera. Aquella isla me enamoró
por su paraíso tropical. De ella recuerdo esencialmente la belleza de sus
árboles (nunca pensé que un árbol de la papaya pudiera ser tan espectacular, y
qué decir de los dragos), la carretera al filo de las montañas, la negrísima
arena de sus playas y el ritmo lento de los días, con tertulias en el único
café del pueblo al sabor de un sabrosísimo café “leche y leche”. Y alguna que
otra borrachera en las fiestas lustrales. Sólo regresé una vez allí, y fue
igualmente memorable, con recuerdo de bollos preñados recién hechos a las seis
de la mañana.
8. Recorrer una
morrena en el Himalaya, cargando una mochila de once kilos de peso, saltando
sobre pedruscos, sin ver una pizca de vida en kilómetros a la redonda, ni una
mínima brizna de hierba, nada más que montañas y piedras y piedras y montañas,
una inmensa cantera a cinco mil metros de altitud, y pararme a grabar un video
sobrecogida ante el espectáculo de 360 grados que me rodeaba. Descubrir, una
vez en casa al visionar el video, el sonido de mi respiración agitadísima a
causa del gran esfuerzo y la falta de oxígeno a esa altitud. Recordar entonces
que andaba de quince en quince pasos, y paraba a descansar. Estremecerme al
pensar que estuve expuesta a un gran peligro durante aquellos días al viajar en
solitario por aquellos parajes inhóspitos, sin pensar en ello, o sin querer
pensar en ello, decidida a probar dónde estaban mis límites. Sentirme orgullosa
al recordar que disfruté cada paso que di por aquellas montañas.
9. Un verano de
interrail llegamos casi por casualidad al pequeño pueblo de Pelekas en la costa
de la isla de Corfú. Conocimos a un grupo de jóvenes extranjeros que acudían
allí cada año, músicos amateurs mmuchos de ellos que organizaban jam sessions
en el bar del pueblo. La actuación estelar de mi vida fue acompañarles a la
pandereta en un tema de Aretha Franklin con un público de unas diez personas como
mucho. Aquella noche, cinco o seis nos fuimos a ver la salida del sol sobre el
mar desde lo alto de una colina, un chico italiano amenizó el momento con una
suave balada de trompeta. Otra
instantánea en mi memoria.
10. El millón de
risas que soltamos mis amigas Y., E. y yo, en un tren que nos llevaba de
Bangkok a Sokhothai, comiendo pipas y jugando a las cartas todo el camino,
cuando nos descubrimos rellenando nuestras botellas de agua con el agua mineral
que amablemente nos había servido una azafata en un vasito de plástico. “Oye, niñas…
tan mal estamos de dinero como para tener que hacer esto?”, digo E con una duda
en su rostro. Y. y yo estallamos en risas hasta las lágrimas, al caer en la
cuenta de lo asombrosamente absurdo de nuestro comportamiento, viajando en un
tren de primera clase, ante el asombro de los tailandeses que ocupaban el
vagón. Nos costó pararlas más de quince minutos, y sólo los gestos enfurruñados
de algunos paisanos nos ayudaron a calmarnos. En el mismo viaje al norte de
Tailandia, a bordo de un autobús lleno
de cortinillas de colores con borlones, nos tocaron los tres últimos asientos
pegadas al baño del autobús, cuya puesta no cerraba y se pasó cimbreando todo
el camino, emanado olores amoniacales. E. se volvió desde el asiento delantero
hacia nosotras, con una raya blanca de pasta de dientes en el labio superior
para matar el olor, “CSI, chicas”, y no pudimos evitar volver a las lágrimas de
nuevo. Al final va a ser verdad que hay viajes mucho más memorables en compañía
de amigas que en solitario!
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