miércoles, 7 de agosto de 2013

Diario de un cuerpo

Hace unos meses terminé de leer la novela Diario de un Cuerpo, de Daniel Pennc. Me llamó la atención la sinopsis en la contraportada: el diario mediante el que un chico intenta registrar las glorias (pocas) y miserias (más abundantes) de su cuerpo, al fin de intentar “corporizarse” y establecer una relación real con su cuerpo, ignorado y desconocido para él, al haber vivido una infancia “entre fantasmas”, junto a un padre moribundo y una madre ausente, y haberse sentido toda su vida más una presencia que un cuerpo. Cuando el cuerpo empieza a traicionarle y le trastorna, decide registrar todos los descubrimientos del mismo a fin de comprenderlo mejor. El diario empieza con sus pavorosos casi trece años, con un suceso que marca un punto de inflexión en su vida y en sus ganas de cambiar y adaptarse, y termina en el momento de su muerte, acercándose a los noventa.

Me da la impresión que es el típico libro que, dependiendo de cuando lo leas, te puede parecer un aburrimiento (sé de alguna persona que así lo ha descrito, cosa que no comprendo, al menos que en ese momento estés buscando una trama elaborada, de la que el libro no carece del todo), o te puede maravillar por la belleza de sus líneas, la riqueza de sensaciones y descripciones que recoge. A mí me fascinó. Empecé a recoger citas desde el principio hasta el final, como para llenar un cuaderno con ellas. Tantas, que ahora no sé qué hacer con ellas.

Me gustaría recomendar este libro, aunque es difícil, pues no sé si será entendido o más bien disfrutado como se merece. A ser francos, eso me pasa con casi todos los libros que me han gustado. Para mí hay que entenderlo desde la maravilla que es el cuerpo humano, su fisiología y su funcionamiento, descrito desde un cierto lirismo, incluso en sus pasajes más escatológicos. Es un diario en el que, aunque se protagonista se esfuerza en recoger tan sólo hechos y sensaciones relativas a su cuerpo, trasluce la misma sensibilidad, éxtasis y agonía de la que todos los cuerpos están hechos. Dejaré algunos pasajes (no todos, imposible) por aquí, por si alguien quisiera asomarse un ratito a él y descubrir si le enamora o no. Entonces recomiendo comprarlo y leerlo en algún lugar tranquilo, sin prisas y sin distracciones…, como cualquier buena lectura merece.


12 años, 11 meses, 18 días 

No volveré a tener miedo, no volveré a tener miedo, no volveré a tener miedo jamás.
 

12 años, 11 meses, 19 días 

La lista de mis miedos: 

      -          Miedo a mamá.
      -          Miedo a los espejos.
      -          Miedo a los compañeros. Sobre todo de Fermatin.
      -          Miedo a los insectos. Sobre todo a las hormigas.
      -          Miedo a que me duela.
      -          Miedo a ensuciarme si tengo miedo.

Es idiota hacer una lista de mis miedos, le tengo miedo a todo. De todos modos, el miedo sorprende siempre. No lo esperas, y dos minutos más tarde, te vuelve loco. Eso es lo que me sucedió en el bosque. ¿Acaso podía esperar tener miedo de dos hormigas? ¡Casi a los trece años! Y antes de las hormigas, cuando los otros me atacaron, me arrojé al suelo sin defenderme. Dejé que me arrebataran la vida y me ataran al árbol como si estuviera muerto. Estaba muerto de miedo, ¡realmente muerto! 

La lista de mis resoluciones: 

        -         ¿Te da miedo mamá? Haz como si no existiese.
       -         ¿Te da miedo que te duela? Tu miedo es lo que más te duele.
       -         ¿Te da miedo cagarte? Tu miedo es más asqueroso que la mierda.

 Hay algo más idiota que hacer la lista de mis miedos: hacer la lista de mis resoluciones. Nunca las cumplo.
 

13 años, 1 mes, 1 día 

Cuando yo era pequeño y Violette me aseaba, me describía la suciedad de la corte de Luis XIV como si acabara de salir de ella. ¡Ah! ¡Qué riqueza de olores, te lo aseguro! Aquella gente se perfumaba como escondes el polvo bajo la alfombra. A Violette le gustaba también esa nota de Napoleón a Josefina (él regresaba de la campaña de Egipto): “No te laves, llego enseguida”. Y todo para decir, muchachito, que nosotros no necesitamos oler a jazmín para que nos quieran.  ¡Pero no vayas diciéndolo por ahí!
 

13 años, 1 mes, 9 días. 

Pensando de nuevo en todos mis miedos, he establecido esta lista de sensaciones: el miedo al vacío machaca mis huevos, el miedo a los golpes me paraliza, el miedo a tener miedo me angustia todo el día, la angustia me produce cólicos, la emoción (incluso deliciosa) me pone la piel de gallina, la nostalgia (pensar en papá, por ejemplo) humedece mis ojos, la sorpresa me sobresalta (¡incluso un portazo!), el pánico me hace mear, la más pequeña pena me hace llorar, el furor me sofoca, la vergüenza me encoge. Mi cuerpo reacciona ante todo. Pero sigo sin saber cómo va a reaccionar.
 

13 años, 4 meses, 7 días. 

Cataplasmas, gargarismos, untado, descanso, sí, pero el mejor de los remedios es dormirme en el olor de Violette. Violette, es mi casa, huele a cera, a hortalizas, a fuego de leña, a jabón negro, a lejía, a vino viejo, a tabaco y a manzana. Cuando me toma bajo su chal, entro en mi casa. Oigo burbujear sus palabras en el fondo de su pecho y me duermo. Cuando despierto no está ya allí, pero su chal sigue cubriéndome. Es para que no te pierdas en los sueños, muchachito. ¡Los perros perdidos regresan siempre a la ropa del cazador! (*) 

 
14 años, 9 meses, 21 días. 

Tengo vértigo, pero me importa un pimiento. De modo que podemos impedir que nuestras emociones paralicen nuestro cuerpo. Se domestican como animales salvajes. El recuerdo del miedo aumenta incluso el placer. Eso vale también para mi miedo al agua. Ahora me zambullo en la alberca como si hubiera domado un gato silvestre. Saltar en el trigo, pescar truchas a mano, dar de comer a Mastouf sin miedo a que te muerda, traer al pequeño del prado, son miedo vencidos. “Tus puentes de Arcole”, habría dicho papá.
 

14 años, 9 meses, 25 días.

¡El miedo no te protege de nada, te expone a todo! Pero eso no impide ser prudente. Papá decía: la prudencia es la inteligencia del valor.
 

(16 años) 

(…) Yo ignoraba entonces que mi madre no pensaba, que formaba parte de la innumerable cohorte de aquellos que, “en su alma y conciencia”, llaman “opinión”, “convicción”, “certidumbre” e incluso “sentimiento” e incluso “pensamiento” a las vagas y sin embargo tiránicas sensaciones que arman sus juicios. (…)
 

16 años, 6 meses, 18 días

Lo extraordinario, cuando me doy placer, es ese instante que llamo el trance del equilibrista: el segundo en que, justo antes de gozar, no he gozado todavía. El esperma está ahí, dispuesto a brotar, pero lo retengo con todas mis fuerzas. El anillo de mi glande está tan rojo, el glande tan hinchado, tan dispuesto a estallar que suelto mi sexo. Retengo el esperma con todas mis fuerzas mirando cómo mi sexo vibra. Aprieto tanto los puños, los párpados y las mandíbulas que mi cuerpo vibra igual que él. Este es el momento al que llamo el trance del equilibrista. Mis ojos zozobran detrás de mis párpados, respiro a pequeños jadeos, aparto todas las imágenes excitantes –los pechos, las nalgas, los muslos, la sedosa piel de nuestras amigas- y el esperma se detiene en esa columna en fusión, ahí, justo a la orilla del cráter. Sí, es verdad, recuerda a un volcán a punto de entrar en erupción. No hay que dejar que esa lava vuelva a bajar. En cuanto algo nos sorprende, si el señor Damas abre la puerta del dormitorio, por ejemplo, la cosa baja de veras. Pero no debe ser así. Estoy casi seguro que hacer que nuestro esperma dé media vuelta es muy malo para la salud. En cuanto siento que baja, mi pulgar y mi índice rodean mi anillo y juego a mantenerlo justo al borde, hirviente (lava, sí, y savia, hasta tal punto que en ese momento mi pene parece una rama tensa y nudosa). Hay que ser muy prudente, muy preciso, es una cuestión de milímetros, tal vez menos. Todo mi pene es tan sensible que mi glande podría estallar sólo con un soplido o el roce de una sábana. Puedo retener la erupción una vez, incluso dos veces, y cada vez es una verdadera delicia. Pero la delicia absoluta es el instante en que, por fin, soy vencido de veras, cuando el esperma lo inunda todo y corre ardiente por el dorso de mi mano. ¡Ah, qué maravillosa derrota! También eso es difícil de describir, todo ese interior que ocurre en el exterior y al mismo tiempo todo ese placer que te engulle… ¡Esa erupción es un engullimiento! ¡Es la caída del equilibrista en el cráter en fusión! ¡Ah! ¡Ese deslumbramiento en las tinieblas! Étienne dice que es una “apoteosis”.

 
25 años, 3 meses, 12 días 

Es inútil ocultármelo más tiempo, no deseo a Simone. Y es recíproco. Nuestros cuerpos no concuerdan. Antes o después, esta incompatibilidad física acabará con nuestra complicidad. Nos encontramos ya en la compensación. Ese perfecto entendimiento que mostramos y que nos convierte en una pareja tan “pública” nos oculta nuestro fracaso sexual. Es preciso evitar que un niño sufra algún día por ese malentendido.
 

25 años, 3 meses, 22 días 

Y además, no me gusta su olor. La quiero, pero no puedo ni olerla. En amor, no hay mayor tragedia.
 

25 años, 3 meses, 25 días 

Montaigne: “El más perfecto olor de una mujer es no tener olor alguno”. ¿Dónde estás, Violette? Tu olor era mi manto. Pero Montaigne no hablaba de ti. ¿Dónde estás, Suzanne? Tu perfume era mi bandera. Tampoco hablaba de ti.
 

25 años, 4 meses 

Simone y yo tenemos “todo lo necesario para entendernos”, sólo que nuestros cuerpos no se dicen nada. Concordamos, pero no encajamos. A decir verdad, lo que me atrajo fue menos su cuerpo que su modo de ser: su mirada, sus andares, el tono de su voz, la gracia algo brusca de sus gestos, su lenta elegancia, esa sonrisa carnosa en ese rostro dubitativo, todo eso (que yo consideré su cuerpo) concordando perfectamente con lo que decía, pensaba, leía, callaba, prometía una concordancia total. Y he aquí que me encuentro en la cama con una campeona de tenis llena de músculos, tendones, reflejos, control y contención. ¿Qué sucedería si el boxeo y los ejercicios físicos no me hubieran musculado tanto a mí también? Abdominales contra abdominales, nos rechazamos. ¿Y si en adelante optara yo por una blanda obesidad? Dejar que mi cuerpo se hinche hasta que absorba untuosamente el suyo al tiempo que lo penetra. Ella se entregaría descansando cómodamente en mis michelines. Pauline R., a quien Fanche le preguntó por qué sólo le gustaban los hombres muy gordos, respondió, con los ojos y la voz zozobrando: ¡Ah, es como hacer el amor con una nube!
 

25 años, 4 meses, 7 días. 

Esta mañana, nuestra cama apenas está desecha.
 

26 años, 7 meses

(…) Nácar, seda, llama y perla, ¡perfección del coño de Mona! Para atenerme a lo esencial, pues también está el apetito de su mirada, y el ínfimo terciopelo de su piel, y la tierna pesadez de sus pechos, y la flexible firmeza de sus nalgas, y la idónea redondez de sus caderas, y la exacta curva de sus hombros, todo al alcance de mi mano, todo a mi exacta medida, a mi justa temperatura, a mi olfato y a mi gusto -¡ah, el sabor de Mona!-, se requiere un Dios para que una puerta se abra ante vuestro tan perfecto complemento. Se requiere por lo menos la existencia de un Dios para un tan convincente encaje de nuestros sexos. En la obligada progresión, nuestras manos y nuestros labios se aprendieron primero, luego nuestros sexos, que domesticamos, acariciamos, aguijoneamos, pajeamos, pusimos de acuerdo, antes de autorizarlos a visitarse-tragarse, a distender sabiamente la nota del placer hasta el balanceo del contrapunto, y ahora se devoran y se despanzurran por un quítame allá esas pajas. Rápido y bien, sin nuestro permiso, a ciegas, en las escaleras, entre dos puertas, en el cine, en el sótano de ese anticuario, en el vestíbulo de ese teatro, bajo el bosquecillo de esa plazuela, en lo alto de la torre Eiffel, ¡por favor! Pues he dicho nuestra cama, pero nuestra cama es París, París y sus alrededores, junto al Sena y junto al Marne. Usamos nuestros sexos hasta saciar la sed, los preparamos y limpiamos con la lengua, como fondos de escudilla, como dorsos de cuchara, los contemplamos tanto en su gloria como en su agotamiento, con una idiota ternura de borracho que lo plasma todo en términos de amor y de porvenir y de descendencia, por mí de acuerdo, lo de la progenie, siempre que Mona no abandone mi yacija, crecer y multiplicarse, ¿por qué no si el placer no sufre por ello y si la adición se llama felicidad? Todo sea por la chiquillería ligona, un mocoso por polvo si es preciso y alquilar un cuartel para alojar ese ejército del amor. Resumiendo, en esto estoy. Podría dejar correr mi pluma aún si una urgencia absolutamente desnuda atravesada en mi cama no me susurrara que no es hora de conmemoraciones sino de acción, ¡más y más! ¿No se trata de celebrar el tiempo pasado, sino de honrar el que no pasa!

 
26 años, 7 meses, 9 días 

Ayer por la tarde, jueves de Ascensión, seis veces. Mona y yo, Seis y media, incluso. Y cada vez más largos. Ese agotamiento radiante, en sentido propio. Como pilas que acabarían vaciándose tras haber dado toda su luz. Mona se levanta y cae muy blandamente a los pies de la cama. Se ríe: Ya no tengo esqueleto. Por lo general dice que ya no tiene piernas. Hemos batido un récord.
 

26 años, 11 meses, 13 días 

Puntuación amorosa de Mona: Confíeme esa coma para que la convierta en un signo de exclamación.
 

27 años, aniversario 

Mona y yo hemos encontrado nuestro animal bueno. Lo demás es literatura. Olvidemos la gracia de sus andares, la luz de su sonrisa, nuestra connivencia en todo, olvidemos todo lo que atañería a un diario íntimo para limitarnos a esa constatación de animalidad satisfecha: he encontrado a mi hembra, y desde que compartimos el mismo lecho, regresar a casa es volver a mi cubil.
 

33 años, 5 meses, 14 días 

Esta noche, mierda pesada y pegajosa. Tirar de la cadena dos veces no basta para despegar los cagajones de la cerámica ni para borrar los rastros pardos del fondo de la taza. Escobilla, pues. Y ahí, la revelación: en mi infancia ignoraba para qué servía la escobilla de los aseos. Creía que era un adorno, con su cabeza de puercoespín perpetuamente sumida en una inmaculada escudilla. Me era familiar y literalmente insignificante. A veces, la transformaba en juguete, cetro que blandía sentado en el trono. Esta ignorancia se debía a que los cagajones no se pegan o se pegan poco a la taza. Resbalan por sí mismos y desaparecen en la catarata sin dejar rastro. Restos de ángel. Nada de escobilla. Y luego, cierto día, la materia prevalece, la cosa resiste. La material hace callo. No le das importancia –ni siquiera mirabas nunca el fondo de la taza- hasta que el adulto de turno te hace observar la cosa y exige que lo limpies.

                ¿Cuándo hice, pues, por primera vez ese gesto de cepillado que hoy se me impone bastante a menudo? El acontecimiento no se consignó en este diario. Fue, sin embargo, un día importante en mi vida. Una pérdida de inocencia.

Este tipo de laguna me confirma en mi prevención contra los diarios íntimos: nunca captan nada decisivo.

 
67 años, 2 meses

Esta progresiva extinción del deseo no parece haber acarreado frustración, salvo si cargamos ciertos enfados en la cuenta de que nuestros sexos ya no se hablan. Hacíamos el amor varias veces al día en los primeros meses, lo hicimos todas las noches en nuestra juventud (dejando aparte los últimos meses del embarazo, consagrados a lo que Mona llamaba el “moldeado” de los niños) y así durante por lo menos dos decenios, como si fuera inconcebible dormir el uno fuera del otro, luego menos a menudo, más tarde casi nunca, y por fin nunca en absoluto, pero nuestros cuerpos permanecen enlazados, mi brazo izquierdo rodeando a Mona, su cabeza en mi hombro, su pierna entre las mías, su brazo sobre mi pecho, nuestras pieles desnudas en su común calidez, aliento y sudor mezclados, ese perfume de pareja… Nuestro deseo se ha agotado bajo la olorosa protección de nuestro amor.
 

87 años, aniversario 

El desollado de Larousse por última vez en la ranura de la luna. En el espejo, a su lado, yo, Job en el estercolero. Feliz cumpleaños. 
 

87 años, 17 días 

Se acabaron las transfusiones. No se vive eternamente a expensas de la humanidad.
 

87 años, 19 días 

Y ahora, mi pequeño Dodo, habrá que morir. No tengas miedo, te enseñaré.

 



(*) (este fragmento acaba de recordarme a la meloncilla, este verano está por primera vez sin sus padres entre semana, pasando las vacaciones en la playa con su abuela y su tía abuela. Mi madre me contó que a mediados de la semana pasada encontró en mi armario un vestido que me pongo muy a menudo para estar por allí, y que lo cogió y lo estuvo arrastrando todo el día por la casa. No hubo manera de quitárselo en todo el día).

1 comentario:

  1. No diré más. Tengo que leerlo. Las citas me han parecido formidables, acudieron numerosos recuerdos al leerlo.

    No resulta fácil ser honesto con esta envoltura que cargamos toda la vida y a la que nos debemos.

    Formidable la reseña. Gracias.

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