miércoles, 21 de agosto de 2013

Cosas que de niños veíamos normales y ahora no tanto

Me está causando mucho placer ahora mismo leerme una biografía de Gila llamada "Y entonces nací yo", en donde desgrana su vida con ese sentido de humor tan característico suyo. Me alucina ver la memoria que tiene para anécdotas, nombres, historias y situaciones, y cómo rescata cada episodio de su infancia y nos transporta a vivirlo con él, un niño de familia humilde en la España de la pre guerra. Algunas de las anédotas me ha hecho ver una vez más cómo han cambiado los niños de entonces a los de ahora, que tienen muchísimo más pero también disfrutan menos de las cosas, y cómo quizás en el fondo fueran más libres los de entonces. Lo que me ha llevado a pensar en cosas que eran mi día a día de niña, y que quizás ya ahora no se vean tan normales. Me pongo a recordar y enumero...

- La ropa se heredaba, pasaba de los más mayores a los pequeños. En mi caso tuve suerte y mi madre, que cosía, nos hacía el mismo vestido a mi hermana mayor y a mí, cada uno de un color (normalmente el mío era el verde, por aquello de ser pelirroja). Pero eso no quitaba que heredara después ropa de mi hermana y sus uniformes de colegio. También llegaban en grandes bolsas a casa, de vez en cuando, ropa de hijas de amigas de mi madre para ser reutilizadas por nosotros. Aquello era una feria, de repente teníamos un montón de “ropa nueva” para nosotros!


- Viajar tres o cuatro niños en el asiento de atrás de un coche pequeño. Una vez más, nosotros teníamos suerte pues sólo estábamos mi hermana y yo, pero conozco muchos casos de viajes en los que los niños se apiñaban detrás y algunos incluso iban sentado encima de otros, algo hoy en día impensable. Por supuesto, ni hablar de cinturones de seguridad. Yo creo que ni existían detrás. En los viajes a la playa la televisión portátil iba en medio de mi hermana y yo, actuando de barrera ante nuestras peleas cuando el viaje se hacía interminable y nos aburríamos. Jugábamos a “La Muñeca” (una de las dos hacía de muñeca, y mientras la otra la trataba como tal, “la muñeca” no se podía quejar ni hablar, que para eso era una muñeca), al veo veo o nos íbamos dando empujones y reclamando y celebrando cada centímetro de asiento como si aquello fuera la reconquista. También nos metíamos bajo los asientos, a veces una dormía arriba y otra abajo. Y nos pasábamos de atrás adelante (a las faldas de mi madre) en medio de la marcha, pasando por encima del freno de mano y la palanca de cambio. Lo pienso ahora y lo raro es que no hubiera más accidentes.
- A veces nuestros padres salían y nos dejaban solos en casa, o iban a hacer un recado que se eternizaba una hora, mientras nosotras esperábamos en el coche con las ventanillas un poquito abiertas. A veces en segunda fila.

- Nos compraban pocas cosas, y cada una era una fiesta. Nos moríamos por los sobres de indios y vaqueros, por el duro para chucherías o por unos globos para llenarlos de agua en verano. Machacábamos cada uno de los regalos hasta que se rompían o perdía alguna pieza. Y si encontrábamos algún juguete roto o en la basura, los rescatábamos y lo reciclábamos. Y qué decir de los extintos tebeos. Esperábamos con ansia la paga de la semana para bajar al “puesto” (entonces no se decía kiosko) a comprar el Copito, el Zipi y Zape, el Mortadelo o el último de Olé. Nos los intercambiábamos con nuestros amigos. ¿Por qué ya no existen tebeos para niños? ¿Quién decidió que a los niños ya no les interesa? Nunca un juguete ha sido más práctico para practicar la lectura. Quizás por eso ahora los niños lean menos.
- Ganábamos dinero haciendo recadillos o recogiendo botellas o cajas de coca-cola reciclables, o lavándole el coche a nuestro padre. Nos sentíamos adultos.
- Nos fabricábamos muchos juguetes. Salía más barato fabricarse un caleidoscopio que comprar uno, aún no existían los bazares chinos. Yo me hice una “botibota” con una percha y unos trapos anudados al extremo, era la sensación en el cole. A veces nos hacíamos marionetas con calcetines para un guiñol que nunca llegábamos a realizar, o fabricábamos un periódico cortando fotos de revistas y pegándolas en páginas de un cuaderno viejo. Nos causaba más placer la fabricación de los juguetes que jugar luego con ellos.
- Bajábamos a la calle a jugar, también íbamos andando a muchos sitios, al colegio por ejemplo, desde pequeñas, muchas veces sola. Nos encontrábamos por el camino con bastantes hombres que se masturbaban al paso de las colegialas y nos llamaban con siseos y nos decían cosas. Les teníamos miedo, pero nunca se lo contábamos a nadie, por el miedo a que se enfadaran con nosotras. También cuando cogíamos el autobús muchos hombres se frotaban contra nosotras, que metíamos el codo para despegarnos como podíamos. Nos daba pánico, nos hacía sentirnos culpables. Creo que haber pasado por ahí hace que las mujeres de mi generación no nos fiemos hoy en día de dejar a nuestras hijas ir solas a los sitios.
- Jugábamos más “juegos de campo” y rompíamos la ropa hasta que las renovaban con coderas o rodilleras. Íbamos con las rodillas y los codos desollados y marcados de ese líquido escandaloso e infame llamado mercromina. Lucíamos nuestras postillas como heridas de guerra. Las grandes dolían, pero sabíamos que luego íbamos a poder fardar con los demás chicos. También jugábamos a contarnos historias de terror, como la de la mujer de la curva o la del monte de las ánimas. O las de “un loco anda suelto”.
- Los niños mayores se hacían cargo de los bebés. Los cargaban de aquí para allá sin necesidad de carrito, y los incluían en sus juegos. Y lo hacían la mar de bien.
- Los mayores nos castigaban a zapatillazos, tortazos y coscorrones. Y era muy efectivo. Y jamás desautorizaban a un maestro. Su palabra era ley, y si él decidía que nos quedábamos castigados por la tarde, nos quedábamos.
- El teléfono era una bronca cuando empezamos la edad del pavo. Nos tirábamos horas hablando por él con las amigas, y los padres nos gritaban que colgáramos para dejarlo libre, y las madres se quejaban de las facturas (entonces las llamadas locales no eran gratis). También nos peleábamos por él, y llamábamos anónimamente a chicos que nos gustaban. Las “conferencias” a otras provincias eran sagradas, se hablaba rápido y se cortaba pronto, y se oían fatal. Costaban “un potosí”.
- Las seis de la tarde todo el mundo en la casa sabía que era la hora de la tele de los niños. Empezaba Barrio Sésamo o la Cometa Blanca, que eran didácticos a la vez que divertidos. RTVE echaba un capote a las sufridas madres. Durante una hora u hora y media no nos movíamos de allí mientras tomábamos la merienda (cola cao y pan con tulipán). No existían los interminables programas del corazón.
- Comíamos todo casero, el precocinado era escaso y caro. Siempre primero y segundo, con una ensalada de lechuga y tomate al centro y terminando con la fruta, y las sobras se reciclaban en croquetas u otros platos. Y si algo no se comía, te lo volvías a encontrar de un día para otro. Lo normal era que no te gustara la comida que había en el plato, lo raro era comer una comida placentera. Los preferidos de los niños, huevo frito con patatas y esa cosa nueva y exótica llegada de Italia, los macarrones con tomate frito y queso rallado el caserío. Lo más de lo más. En las excursiones la comida siempre iba con nosotros, fiambreras metálicas tipo campamento militar rellenas con tortilla de patatas y filetes empanados que nuestras madres nos preparaban a primera hora de la mañana. Aquello no tenía precio. Pero esa cosa llamada gamba que aparecía en la mesa algunas navidades, tan apreciada por nuestros mayores como desagradables a la vista, no iban con nosotros. Por una vez, los padres no nos obligaban a comerlas. Tocaban a más.
- No teníamos aire acondicionado en verano, como mucho algún ventilador. Nos moríamos de calor en las noches estivales sevillanas, dando vueltas en la cama sin poder dormir. Y en invierno, apenas nos despegábamos de la estufa de butano primero, y más tarde de la mesa camilla con el brasero (eléctrico), donde te quedabas dormida del calor en las piernas, mientras la nariz la tenías congelada. Y sobrevivíamos sin mayores traumas. En los días lluviosos, nos ponían un impermeable de plástico rojo o amarillo y unas botas de agua, y saltábamos en los charcos hasta que las botas se llenaban de agua. Volvíamos a casa con el “chof-chof” dentro de la bota a cada paso, y llenos de fango hasta las orejas, y aguantábamos estóicos la bronca de nuestras madres. Nos daba igual, sabíamos que nos esperaba la bañera de agua caliente para evitar constipados. Y lo cierto es que nunca un baño calentito ha sabido tan bueno...

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