Me está causando
mucho placer ahora mismo leerme una biografía de Gila llamada "Y entonces
nací yo", en donde desgrana su vida con ese sentido de humor tan
característico suyo. Me alucina ver la memoria que tiene para anécdotas,
nombres, historias y situaciones, y cómo rescata cada episodio de su infancia y
nos transporta a vivirlo con él, un niño de familia humilde en la España de la
pre guerra. Algunas de las anédotas me ha hecho ver una vez más cómo han
cambiado los niños de entonces a los de ahora, que tienen muchísimo más pero
también disfrutan menos de las cosas, y cómo quizás en el fondo fueran más
libres los de entonces. Lo que me ha llevado a pensar en cosas que eran mi día
a día de niña, y que quizás ya ahora no se vean tan normales. Me pongo a
recordar y enumero...
- La ropa se
heredaba, pasaba de los más mayores a los pequeños. En mi caso tuve suerte y mi
madre, que cosía, nos hacía el mismo vestido a mi hermana mayor y a mí, cada
uno de un color (normalmente el mío era el verde, por aquello de ser
pelirroja). Pero eso no quitaba que heredara después ropa de mi hermana y sus
uniformes de colegio. También llegaban en grandes bolsas a casa, de vez en
cuando, ropa de hijas de amigas de mi madre para ser reutilizadas por nosotros.
Aquello era una feria, de repente teníamos un montón de “ropa nueva” para
nosotros!
- Viajar tres o
cuatro niños en el asiento de atrás de un coche pequeño. Una vez más, nosotros
teníamos suerte pues sólo estábamos mi hermana y yo, pero conozco muchos casos
de viajes en los que los niños se apiñaban detrás y algunos incluso iban
sentado encima de otros, algo hoy en día impensable. Por supuesto, ni hablar de
cinturones de seguridad. Yo creo que ni existían detrás. En los viajes a la
playa la televisión portátil iba en medio de mi hermana y yo, actuando de
barrera ante nuestras peleas cuando el viaje se hacía interminable y nos
aburríamos. Jugábamos a “La Muñeca” (una de las dos hacía de muñeca, y mientras
la otra la trataba como tal, “la muñeca” no se podía quejar ni hablar, que para
eso era una muñeca), al veo veo o nos íbamos dando empujones y reclamando y
celebrando cada centímetro de asiento como si aquello fuera la reconquista.
También nos metíamos bajo los asientos, a veces una dormía arriba y otra abajo.
Y nos pasábamos de atrás adelante (a las faldas de mi madre) en medio de la
marcha, pasando por encima del freno de mano y la palanca de cambio. Lo pienso
ahora y lo raro es que no hubiera más accidentes.
- A veces nuestros
padres salían y nos dejaban solos en casa, o iban a hacer un recado que se
eternizaba una hora, mientras nosotras esperábamos en el coche con las
ventanillas un poquito abiertas. A veces en segunda fila.
- Nos compraban
pocas cosas, y cada una era una fiesta. Nos moríamos por los sobres de indios y
vaqueros, por el duro para chucherías o por unos globos para llenarlos de agua
en verano. Machacábamos cada uno de los regalos hasta que se rompían o perdía
alguna pieza. Y si encontrábamos algún juguete roto o en la basura, los
rescatábamos y lo reciclábamos. Y qué decir de los extintos tebeos. Esperábamos
con ansia la paga de la semana para bajar al “puesto” (entonces no se decía
kiosko) a comprar el Copito, el Zipi y Zape, el Mortadelo o el último de Olé.
Nos los intercambiábamos con nuestros amigos. ¿Por qué ya no existen tebeos para niños? ¿Quién decidió que a los niños ya no
les interesa? Nunca un juguete ha sido más práctico para practicar la lectura.
Quizás por eso ahora los niños lean menos.
- Ganábamos dinero
haciendo recadillos o recogiendo botellas o cajas de coca-cola reciclables, o lavándole
el coche a nuestro padre. Nos sentíamos adultos.
- Nos fabricábamos
muchos juguetes. Salía más barato fabricarse un caleidoscopio que comprar uno,
aún no existían los bazares chinos. Yo me hice una “botibota” con una percha y
unos trapos anudados al extremo, era la sensación en el cole. A veces nos
hacíamos marionetas con calcetines para un guiñol que nunca llegábamos a realizar,
o fabricábamos un periódico cortando fotos de revistas y pegándolas en páginas
de un cuaderno viejo. Nos causaba más placer la fabricación de los juguetes que
jugar luego con ellos.
- Bajábamos a la
calle a jugar, también íbamos andando a muchos sitios, al colegio por ejemplo,
desde pequeñas, muchas veces sola. Nos encontrábamos por el camino con
bastantes hombres que se masturbaban al paso de las colegialas y nos llamaban
con siseos y nos decían cosas. Les teníamos miedo, pero nunca se lo contábamos
a nadie, por el miedo a que se enfadaran con nosotras. También cuando cogíamos
el autobús muchos hombres se frotaban contra nosotras, que metíamos el codo
para despegarnos como podíamos. Nos daba pánico, nos hacía sentirnos culpables.
Creo que haber pasado por ahí hace que las mujeres de mi generación no nos
fiemos hoy en día de dejar a nuestras hijas ir solas a los sitios.
- Jugábamos más “juegos
de campo” y rompíamos la ropa hasta que las renovaban con coderas o rodilleras.
Íbamos con las rodillas y los codos desollados y marcados de ese líquido
escandaloso e infame llamado mercromina. Lucíamos nuestras postillas como
heridas de guerra. Las grandes dolían, pero sabíamos que luego íbamos a poder
fardar con los demás chicos. También jugábamos a contarnos historias de terror,
como la de la mujer de la curva o la del monte de las ánimas. O las de “un loco
anda suelto”.
- Los niños mayores
se hacían cargo de los bebés. Los cargaban de aquí para allá sin necesidad de
carrito, y los incluían en sus juegos. Y lo hacían la mar de bien.
- Los mayores nos
castigaban a zapatillazos, tortazos y coscorrones. Y era muy efectivo. Y jamás
desautorizaban a un maestro. Su palabra era ley, y si él decidía que nos
quedábamos castigados por la tarde, nos quedábamos.
- El teléfono era
una bronca cuando empezamos la edad del pavo. Nos tirábamos horas hablando por
él con las amigas, y los padres nos gritaban que colgáramos para dejarlo libre,
y las madres se quejaban de las facturas (entonces las llamadas locales no eran
gratis). También nos peleábamos por él, y llamábamos anónimamente a chicos que
nos gustaban. Las “conferencias” a otras provincias eran sagradas, se hablaba
rápido y se cortaba pronto, y se oían fatal. Costaban “un potosí”.
- Las seis de la
tarde todo el mundo en la casa sabía que era la hora de la tele de los niños.
Empezaba Barrio Sésamo o la Cometa Blanca, que eran didácticos a la vez que
divertidos. RTVE echaba un capote a las sufridas madres. Durante una hora u
hora y media no nos movíamos de allí mientras tomábamos la merienda (cola cao y
pan con tulipán). No existían los interminables programas del corazón.
- Comíamos todo
casero, el precocinado era escaso y caro. Siempre primero y segundo, con una ensalada de lechuga y tomate al centro y terminando con
la fruta, y las sobras se reciclaban en croquetas u otros platos. Y si algo no
se comía, te lo volvías a encontrar de un día para otro. Lo normal era que no
te gustara la comida que había en el plato, lo raro era comer una comida
placentera. Los preferidos de los niños, huevo frito con patatas y esa cosa
nueva y exótica llegada de Italia, los macarrones con tomate frito y queso
rallado el caserío. Lo más de lo más. En las excursiones la comida siempre iba
con nosotros, fiambreras metálicas tipo campamento militar rellenas con
tortilla de patatas y filetes empanados que nuestras madres nos preparaban a
primera hora de la mañana. Aquello no tenía precio. Pero esa cosa llamada gamba
que aparecía en la mesa algunas navidades, tan apreciada por nuestros mayores
como desagradables a la vista, no iban con nosotros. Por una vez, los padres no
nos obligaban a comerlas. Tocaban a más.
- No teníamos aire
acondicionado en verano, como mucho algún ventilador. Nos moríamos de calor en
las noches estivales sevillanas, dando vueltas en la cama sin poder dormir. Y
en invierno, apenas nos despegábamos de la estufa de butano primero, y más
tarde de la mesa camilla con el brasero (eléctrico), donde te quedabas dormida
del calor en las piernas, mientras la nariz la tenías congelada. Y
sobrevivíamos sin mayores traumas. En los días lluviosos, nos ponían un
impermeable de plástico rojo o amarillo y unas botas de agua, y saltábamos en
los charcos hasta que las botas se llenaban de agua. Volvíamos a casa con el “chof-chof”
dentro de la bota a cada paso, y llenos de fango hasta las orejas, y aguantábamos estóicos la bronca de nuestras madres. Nos daba igual, sabíamos que nos esperaba la bañera de agua caliente para evitar constipados. Y lo cierto es que nunca un
baño calentito ha sabido tan bueno...
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