La llegada de la meloncilla me ha puesto la vida patas arriba. Hasta aquí nada nuevo, una obviedad. Todo el mundo lo sabe, los hijos lo cambian todo, sobre todo para las madres, que yo no sé bien si por instinto o por simple y pura gilipollez nos empeñamos en cargar con la mayor parte de la responsabilidad y el trabajo que supone tener un hijo. Y tu vida no es que cambie, es que se anula. Te quedas sin ella, directamente. Aaaaah, se siente, haber escogido muerte. Tu tiempo ya no es tuyo, le pertenece ahora a otro. Pero eso es tema para otra entrada, y no es de lo que quería hablar hoy aquí (¡yo he venido a hablar de mi libro!).
Y a pesar de todo
lo que cambia, aún hay tantos días en que me sorprendo pensando: “¡joder, que tengo
una hija!”, y este pensamiento me noquea y revuelve por dentro a partes iguales,
como me ha ido pasando desde que me enteré que estaba embarazada. Quizás sea
debido a que gran parte de mi vida he pensado que no iba a tener hijos por
voluntad propia, y por ello nunca se me ha ocurrido fantasear con cómo sería mi
hijo, cómo sería mi vida como madre, los ratos que pasaríamos juntos, etc.
Entonces todo esto me pilla así como un poco por sorpresa, lo que es no deja de
ser curioso si tenemos en cuenta que esta niña fue buscada (“buscada”, bonito
eufemismo: me imagino con una linterna en un bosque oscuro, buscando debajo de
las piedras y detrás de los árboles, a la luz de la luna, hasta encontrar a mi
regordeta metida en un canasto y gorgojeando de satisfacción al haber sido “encontrada”
por su madre por fin).
Ella, la melona, esa
cosa arrugadita, blandita y llorona que creció dentro de mi sin que yo supiera
muy bien cómo narices había llegado hasta allí. Que sí, que la teoría la
sabemos todos desde que empiezan a salirnos pelos en los lugares más
insospechados, pero con lo inteligentes que somos, no basta. Cómo se come eso
de que una personita que no existía de repente “ya existe” gracias a un simple
intercambio de fluidos. Es algo así como: yo pongo un poco de tinto, tú me das
algo de tu coca-cola, et voilá: de repente no es que tenga calimocho, ¡es que hay
una persona nueva saliendo de mi! ¿Me he perdido algo? Más o menos sería como ver sólo el principio
y el final de una película: que no hay manera de ponerla en pie.
Y digo una
persona saliendo de mí porque esa fue la sensación literal que sentí en el
momento del parto. Un parto provocado por su falta de prisas por nacer (quizás
sentía mis dudas de querer ser madre, y dudaba ella si quería nacer y ser mi
hija), rapidísimo y que epidural mediante, fue como si pariera otra, lo que no
ayuda a que te hagas a la idea de que finalmente eres madre. Hasta dos siestas
me eché en el paritorio mientras dilataba, como si aquello no fuera
conmigo. Bendita epidural. Lo llego a saber y me llevo un libro. Y de repente
llega G, mi fabulosa ginecóloga, se pone entre mis piernas y me dice: "vamos
allá, Nemo, que ésta ya está aquí". Y ahí me tienes a mí, arremangándome, dispuesta a empujar
como si me fuera la vida en ello. Acordándome de Melania en “Lo que el viento
se llevó” y pensando que aquello iba a durar horas, y esperando que alguien empezara a
ponerme compresas en la frente, y cuando voy por el segundo empujón, oigo
“ya está la cabeza fuera”. ¿¿¿YA???. “Empuja de nuevo que esto se acaba”. ¿Pero
eso cómo va a ser? ¡Si acabamos de empezar! Nada más me puse de nuevo al lío, doctora
G me dice “¡Nemo, ahora, asómate!”. Me incorporo en medio de empujón a tiempo
de ver COMO SACA UN BEBÉ DE ENTRE MIS PIERNAS. Que lo pienso hoy y aún lo flipo
en colores. ¿Pero esa cosa tan enorme de dónde ha salido? ¿La tenía debajo de
la mesa? Ni de coña estaba dentro de mí. ¡Ni mucho menos ha salido por donde me
están contando! Y mira que me creo inteligente, pero aquí patino, aún hoy es
algo que no me entra en la cabeza. Que nadie intente contármelo, tendríais más
éxito explicándole el Bosón de Higgs a un champiñón.
Y de repente te
la dejan encima de tu tripa, “aquí tienes a tu niña” y es cuando tienes tu Gran
Momento Bipolar: tú ves a un ser a medio camino entre un alien y un gato, cubierto
de grasilla (¿ectoplasma?) por todos lados, medio blanco, medio morado, que no se parece a nada
ni nadie que hayas visto antes, emitiendo un ruidillo entre maullido y llanto, y
no sabes si reír o llorar. Eso sí, una cosa tienes clara: el acojone que te
recorre todo el cuerpo cuando piensas “tengo una hija” “¡joder, que tengo una
hija!”, y te das cuenta que tu vida ha cambiado para siempre, y que ya no hay
marcha atrás.
Es una sacudida
dentro de ti muy similar a cuando se te ha muerto un ser querido, y aún años
después, cuando menos te lo esperas, te sorprendes pensando “que mi padre se ha
muerto, que ya no lo voy a ver nunca más”, y da igual el tiempo que haya pasado, porque
ese pensamiento te sigue golpeando y conmocionando y revolviendo las tripas.
Una persona que antes estaba, que SIEMPRE estuvo, y que ya no está y nunca va a
volver. Otra persona que no existía, que tenía todas las papeletas para no
existir (hija mía, no me lo tengas en cuenta), y de repente ahora no sólo
existe sino que te monopoliza la vida, y sabes que ha llegado para quedarse, y
esto ya no hay quien lo cambie (malo sería que esto pasara).
A estos dos
conceptos, la vida y la muerte, llevamos dándole vueltas desde que el hombre es
hombre. Unos inventaron a Dios para darle respuesta a estas preguntas, que es
como decir: no hace falta que comprendas la teoría de la relatividad, es
suficiente con que te apuntes en una chuleta que E= mc2, y con eso apruebas. Las
religiones llegaron casi a la vez, que es como el precio que hay que pagar para
aprobar sin estudiar. No sé yo si nos compensa, oiga. Otros inventaron la filosofía,
que consiste en darle vueltas a lo mismo desde distintos puntos de vista hasta
encontrar el que más te convenza. Algo así como un aprobadillo raspado
después de haberte pasado semanas estudiando como un cabrón. Tampoco sé yo si
nos compensa, eh. Lo cierto es que haya o no haya dios, seas aristotélico o socrático,
esto de ser o no ser, ser hoy y no ser mañana, o no ser ayer y ser hoy, no hay
quien lo llegue a comprender, a poco que uno se ponga a pensar en ello. Y es
por eso que no nos ponemos casi nunca.
El caso es que
tengo una hija que acaba de cumplir un año, y mucho me tengo que comer el tarro,
porque cada vez que caigo en la cuenta de ello, lo que aún ocurre varias veces
a la semana, me encuentro divagando en asuntos existenciales mientras te cocino
unos potitos.
Casi compensa más
tener fe, me ahorraría muchos problemas, pienso. Y ahí es donde me parece
entender por qué la fe existe.
Debe ser la picadura de a responsabilidad la que crea ese vértigo que produce un cambio tan fuerte. Tiene sus ganancias, qué duda cabe.
ResponderEliminarObserva que en las primeras entradas te defines como madre, observa la importancia que adquiere ya esa declaración.
¿En serio? ¿Te puedes creer que no me he dado ni cuenta? Pero sí, por un lado es la reafirmación de lo que soy, a ver si acabo de creérmelo de una vez, jajaja.
ResponderEliminarPor otro lado es lo que cuento, una deja de ser Nemo para pasar a ser La Madre de la Melona, nos quedamos ya no sólo sin tiempo, sino también sin identidad. Al menos de momento. Mi aspiración es que esa fase acabe en un año como mucho, que si bien no voy a dejar de ser madre, al menos pueda compaginar ambas cosas.
Desde este mi rinconcito, reivindico mi individualidad y mi independencia... si es que aún me queda algo de ambas cosas.
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