La llegada de la meloncilla me ha puesto la vida patas arriba. Hasta aquí nada nuevo, una obviedad. Todo el mundo lo sabe, los hijos lo cambian todo, sobre todo para las madres, que yo no sé bien si por instinto o por simple y pura gilipollez nos empeñamos en cargar con la mayor parte de la responsabilidad y el trabajo que supone tener un hijo. Y tu vida no es que cambie, es que se anula. Te quedas sin ella, directamente. Aaaaah, se siente, haber escogido muerte. Tu tiempo ya no es tuyo, le pertenece ahora a otro. Pero eso es tema para otra entrada, y no es de lo que quería hablar hoy aquí (¡yo he venido a hablar de mi libro!).
Y a pesar de todo
lo que cambia, aún hay tantos días en que me sorprendo pensando: “¡joder, que tengo
una hija!”, y este pensamiento me noquea y revuelve por dentro a partes iguales,
como me ha ido pasando desde que me enteré que estaba embarazada. Quizás sea
debido a que gran parte de mi vida he pensado que no iba a tener hijos por
voluntad propia, y por ello nunca se me ha ocurrido fantasear con cómo sería mi
hijo, cómo sería mi vida como madre, los ratos que pasaríamos juntos, etc.
Entonces todo esto me pilla así como un poco por sorpresa, lo que es no deja de
ser curioso si tenemos en cuenta que esta niña fue buscada (“buscada”, bonito
eufemismo: me imagino con una linterna en un bosque oscuro, buscando debajo de
las piedras y detrás de los árboles, a la luz de la luna, hasta encontrar a mi
regordeta metida en un canasto y gorgojeando de satisfacción al haber sido “encontrada”
por su madre por fin).