Para que tú
nacieras,
un cometa
entre un millón
tuvo que
pasar por la órbita de la Tierra
dejando su
plateada estela de partículas extraterrestres
durante un
eclipse de sol total,
en el justo
momento en que Marte y Venus
entraban en
conjunción en la casa doce.
Tantas
circunstancias excepcionales juntas
que era
altamente improbable que ocurriera
ni aún en un
billón de años.
Pero
naciste, y aquí estás,
pequeña
frambuesa silvestre con risa de arroyo en Sagarmata,
llenando de
canciones y colores mi vida,
robándome el
descanso en las noches.
Dando
sentido a todo
lo que nunca
antes tuvo sentido.
Para que tú
nacieras
tuvieron que
pasar muchas cosas.
Muchos
relojes desgranaron su rítmico tic tac
hasta
agotarse.
Muchas
lluvias empaparon las tierras de labranza
y unos
frutos nacieron con las semillas de frutos anteriores.
Y así,
durante generaciones.
También hubo
acontecimientos únicos,
otros uno
entre un millón.
Algunos
buenos, muchos peores,
pero cómo
juzgar al sofocante calor del verano
si tras él
llega la cosecha.
Todos y cada
uno de ellos te trajeron hasta aquí,
redimiéndose
y justificándose en cada célula de tu cuerpo,
en cada
partícula subatómica de tu ser.
Hubo
asesinatos de inocentes,
accidentes
fatales,
tragedias
infantiles.
Muchas
lágrimas derramadas
desde ojos
que ya no podían ver
más allá de
sus recuerdos.
Hubo presos
y huidas apresuradas,
exilios
nunca jamás acometidos,
logrando que
las matemáticas
se
equivocaran por una vez,
haciendo
posible una probabilidad imposible.
Eso eres al
fin y al cabo: el resultado
de una
ecuación con constantes e inconstantes
(y algunos
inconscientes)
que fueron
sumando y restando
por el largo
y accidentado sendero de los años
hasta llegar
a tu resultado.
Pero
naciste, y aquí estás,
pequeña
frambuesa silvestre con risa de arroyo en Sagarmata,
llenando de
canciones y colores mi vida,
robándome el
descanso en las noches.
Dando
sentido a todo
lo que nunca
antes tuvo sentido.
Un hombre
bueno tuvo que morir.
Su voz se
apagó en un grito
y su
sangre regó las áridas tierras extremeñas,
quedó
vertida, pegajosa y oscura
arropada con
su cuerpo vacío.
Y así de
simple,
a pesar de
todos los soles que le trajeron hasta allí,
sus hijos no
llegaron a nacer.
Las lágrimas
de su mujer cayeron durante noches
salando la
boca que nunca ya podría besar
a ese hombre
ni a sus hijos perdidos,
la misma
boca que tiempo más tarde besaría
los párpados
de otro condenado a muerte
que en el
último momento pudo escapar
(¿por qué
éste sí y aquél no?, preguntas.
Parece que
no me escuchas:
Para que tú
pudieras nacer).
Vivieron
cercados por el odio ,
y hubo
hambre en su casa,
pero qué es
el hambre
cuando aún
estás vivo.
Su hijo,
chinatillo noble,
queriendo
calmar las culebras de su vientre
robó unas
peras en un huerto.
Corrió para
escapar, cayó, se golpeó.
La fruta
quedó tirada en el suelo,
abortada su
función de dar alivio,
pero ya daba
igual.
Ya nunca más
volvió a pasar hambre.
Pero qué es
tener el estómago lleno
si ya no
puedes ver el sol.
Otra niña
mientras tanto jugaba al escondite
oculta entre
los rincones susurrantes de su hogar.
Tan bien se
escondió que no la vieron,
puertas que
se abren y se cierran,
ojos que se
cierran y ya no se abren,
y su
vida cambió en un instante.
Dos jóvenes
se encuentran y no se ven y se reconocen.
Amar es
tener ojos en las yemas
dice la
cita,
pero no
habla del sabor de los labios
que no sólo
besan,
también
saben mirarse al corazón,
ni de los
aromas que les marcan el camino
hasta que
los planetas vuelven a alinearse.
Nace un
niño, tu padre.
Los besos y
las manos registran sus facciones,
y el
olor, ¡oh, ese olor a personita recién inventada!
Primogénito
adorado, niño despierto,
juntos
vuelan a otro punto cardinal
donde otras
historias están teniendo lugar
en ese mismo
momento.
Piedras
afiladas en el camino
que obligan
a cambiar el rumbo
de familias
enteras
tan sólo
para que tú
llegues a
nacer un día de otoño
muchos años
después.
Pero
naciste, y aquí estás,
pequeña
frambuesa silvestre con risa de arroyo en Sagarmata,
llenando de
canciones y colores mi vida,
robándome el
descanso en las noches.
Dando
sentido a todo
lo que nunca
antes tuvo sentido.
Una niña cae
enferma, apenas sabe hablar.
Los médicos
le dan una oportunidad entre mil.
Un gélido
miedo se instala en su espalda, le cuesta respirar,
pero ella
sale adelante, desafiante como sólo ella sabe serlo
aunque sólo
sea para llevarte la contraria,
entre
reproches con media lengua a sus padres,
que aguantan
pacientes junto a su cama de hospital,
las
respuestas silenciadas en sus gargantas,
la pesada
carga por un crimen
que nunca
jamás cometieron.
Sigue
creciendo, pasa miedo,
muñecas
ejecutadas aterrorizan sus días
enturbiando
sus sueños infantiles.
Deja la
escuela, pero guarda en una maleta
de cuero
marrón con hebillas
sus ganas de
aprender
y marcha a
lo desconocido por su propio pie.
Aprende
lenguas, aprende a vivir su vida,
a hacer caso
sólo a los dictados de su corazón.
(Un joven
huérfano y risueño
le muestra
el camino,
enseñándole
a conducirse
por la
carretera asfaltada de la vida,
entre
señales de tráfico, marchas atrás,
direcciones
prohibidas
y semáforos
en rojo).
Aprende que
la vida es sólo una y hay que vivirla,
luchar por
alcanzar las metas que te propones,
aunque sean
pequeñas como aprender a coser,
aunque sean
tan enormes como ser madre a jornada completa
renunciando
a todo lo que pudo ser.
Y pudo ser
mucho,
para ser lo
que quiso ser.
Aprende que
aunque a veces piense que se equivocó
todo pasa
por algo.
Y eso es lo
que te hace grande, imprescindible,
convertiste
los errores en aciertos,
las pérdidas
en triunfos.
Pero
naciste, y aquí estás,
pequeña
frambuesa silvestre con risa de arroyo en Sagarmata,
llenando de
canciones y colores mi vida,
robándome el
descanso en las noches.
Dando
sentido a todo
lo que nunca
antes tuvo sentido.
Y aún hay
más; el prefacio de tu vida es largo
mientras que
tu libro aún está por escribir
(con mi
mente imagino sus pulcras páginas en blanco inmaculado
con cantos
dorados,
una edición
de lujo este libro.
Me
estremezco al no saber a partir de qué capítulo
dejaré de
estar contigo).
Aún hay una
niña nacida con el fuego
de la
marquesa de Bornos en su pelo,
y el
sello del marquesado grabado en su pierna,
el mismo que
tiene tu abuela, y que tienes tú.
Fresas, les
llaman.
como si
nosotras no supiéramos
que son
frambuesas, o aún mejor,
moras,
moras,
de las que
dejan en la boca el dulce recuerdo de Abi.
Ua niña
tímida, despierta, tu madre,
que no sabe
lo que es el amor más que por los libros,
y ni
aún empujada del nido por mamá pájaro
consigue
descubrirlo.
Su juventud
se va marchitando,
y en
noches de soledad con la cadencia del jazz de fondo
se pregunta
qué sentido tiene esto,
vivir sin
vivir lo que viven los demás.
Y se propone
vivir a su manera,
pues como la
luna infalible, todo tiene una cara luminosa.
Y aprende, y
estudia, y viaja, y trabaja,
conoce
personas, hace mudanzas,
cambia sus
referencias una y otra vez
buscando
reinventarse,
encontrarse,
apaciguarse.
Alemania,
Francia, Italia, Grecia,
Munich,
Madrid, Munich, Vitoria,
Nepal,
Vietnam, Laos, Camboya,
Chauen,
Nueva York, y al fin y al cabo Sevilla,
cuando de
repente
los planetas
comienzan a alinearse una vez más,
esta vez en
un Universo virtual,
u baile de
ceros y unos sin sentido (¡y con tanto sentido!).
Imposibles
de descifrar,
como los
cantos de las sirenas que escucha Ulises
atado al
mástil de su barco a la deriva,
a merced
de los vientos y los mares
hasta llegar
a la isla de Nemo.
Pero
naciste, y aquí estás,
pequeña
frambuesa silvestre con risa de arroyo en Sagarmata,
llenando de
canciones y colores mi vida,
robándome el
descanso en las noches.
Dando
sentido a todo
lo que nunca
antes tuvo sentido.
Piloto loco
en vuelo rasante que llegó arrasando.
Se abrió la
pajarera del jardín de Sagarmata
y cientos
de pájaros de seda salieron volando
sobre
nuestras coincidencias.
Hubo risas,
y lágrimas, encuentros y desencuentros,
una primera
cita en la barra de un bar que no era, sin vernos.
Hasta un
primer plantón hubo,
y unas
ganas tremendas de estampar una calabaza
sobre esa
tremenda cabeza loca que tiene tu padre
(no es
extraño que hasta el pelo haya perdido).
Y hubo
amor, mucho amor, y eso cuenta.
Lo más
divertido de todo
es que un
día no muy lejano
tú misma
podrás revivirlo todo
desde el
registro binario de nuestras cartas
transcritas en
papel.
Y otra
muerte de otro hombre bueno, mi padre,
que abre una
nueva puerta,
una puerta
roja con un León.
Y al pasar a
través de ella llegamos hasta ti,
a través
de peligros en el techo del mundo
(mi rostro
en medio de una ventisca
hablándole
de ti, para que no desfallecera),
nevadas en
París,
narguiles en
Estambul,
inmersiones
en Koh Tao,
y besos
en el Nilo,
donde todo
cambió para siempre,
cuando allí
nunca nada cambia
como todo el
mundo sabe.
Y pasó el
cometa esperado
Dejando su
estela por la órbita de la tierra,
en el justo
y preciso momento
en que un
eclipse solar
tenía lugar
bajo mi monte de Venus
(nuestros
planetas en conjunción
en la casa
doce, ¿recuerdas?).
Y llegaste
tú, durante una lluvia de estrellas,
cabalgando
desnuda una dracónica,
orgullosa,
guerrera, como una amazona desafiante.
Arrullada
entre besos y mimos y susurros
llegados de
cien generaciones atrás.
Por eso
cuando me preguntas
por qué te
pusimos ese nombre,
sonrío y
recuerdo esta historia
de
improbables e imposibles.
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