lunes, 7 de mayo de 2018

Una madre al cuadrado

Existen tres tipos de personas en el mundo de alguien: la madre, los hijos, y todas las demás.

Mis primeros recuerdos de mi madre era, como casi siempre pasa, la de un ser todopoderoso y bellísimo que siempre nos acompañaba  a mi hermana y a mí, y miraba por nosotros. Pero creedme si os digo que todavía, casi medio siglo después, ella sigue siendo así.



La veía como la mujer más bella, bondadosa y llena de magia sobre la faz de la tierra. La reina de las hadas sacada de un cuento y, quién sabe qué hice yo para merecer esa suerte, vivía en mi casa.

Recuerdo la sensación de estar en el paraíso cuando me permitía, menos veces de las que me habría gustado, meterme con ella en la cama por las mañanas. Quizás por eso me resisto a que mi hija salga de la mía. Siempre digo que mis mejores noches de amor son las que he dormido con mi hija, abrazada y llena de besitos babeantes. Pero las mejores mañanas de mi vida fueron las que pasaba en la cama junto a mi madre, las dos medio dormidas y abrazadas.

Mi madre era el centro de mi universo. Casi era mi universo entero. Todo giraba a su alrededor, todo lo organizaba, hacía que todo funcionara. Cosía nuestros preciosos vestidos, cocinaba las mejores croquetas (cómo las echo de menos!) y el mejor arroz con pollo del mundo, éste aún lo seguimos disfrutando mi Melona y yo. Nos llevaba y recogía del cole, se apuntó a gimnasia rítmica con nosotras, recuerdo cómo me rizaba el pelo con sus rulos calientes una vez que fui disfrazada de princesa a una fiesta, y cómo me pintaba los labios rojo fuerte para ir a la feria vestida de flamenca. Hacía encaje de bolillos para que no nos faltara de nada, y tuviéramos de todo. Todo era posible gracias a ella.

Mi madre fue mi mejor amiga, y lo sigue siendo, y esa es la gran suerte que tengo. Nunca dejó de ser madre, pero siempre fue también amiga y confidente. Siempre me ha dado y me sigue dando consejos de madre, pensando en lo mejor para mí, y nunca en lo mejor para ella. Con once años decidió que fuera al colegio en bicicleta. Un trayecto de quince o veinte minutos, cuando aún no había carril bici. La mía y la de mi hermana fueron las primeras bicis en entrar en mi cole, nos hicieron una rampa para guardarlas en el sótano del mismo. Puedo imaginarme la cara de sorpresa de los conductores cuando veían a esa niña de esa edad con su falda de cuadros dándole a la bicicleta en medio de los coches en hora punta. Gracias al cielo, siempre fueron muy respetuosos conmigo a la hora de conducir, y pasaban con cuidado a mi lado. No sé cómo mi madre tuvo arrestos para dejarnos, las primeras veces nos seguía con su coche, el resto confió en nosotros. Éramos las heroínas del cole por ir y volver en bici.



Mi madre nos llevaba todas las semanas a la biblioteca pública, que para mí era el lugar más mágico del mundo, a coger libros en la zona infantil. Me podía pasar horas escogiendo libros, y los dos que nos podíamos llevar a casa siempre me parecieron pocos, pues a los pocos días los había terminado, y los releía. Hoy llevo yo a mi hija y nos permiten llevarnos seis cada vez. Ella nos inculcó la lectura, y en esa edad tan mala en la que a una aún le da pereza leer, me animaba diciéndome que después le podía contar de qué iba el cuento, Y yo, con tal de poder charlar con ella y que me escuchara en exclusiva, leía los cuentos, hasta que ya no pude dejar de leer.

Por las tardes, mientras nosotras nos sentábamos a ver los dibujos en la tele, ella cosía incansable en su máquina para traer algo de dinero a casa y que no nos faltara de nada. Mis tardes de niña tienen el sonido del motor de su vieja Singer, con hilvanes fugitivos prendidos en nuestros uniformes del colegio.

Mi madre convenció a mi padre que había que hacer un esfuerzo y me compraron mi piano, negro, lacado, reluciente, y me dieron una sorpresa el día que llegué a mi casa y me lo encontré de sopetón en el comedor. Por ahí anda todavía esa foto, con mi boca abierta hasta el infinito y mis ojos llenos de ilusión.

Todos los días, a la hora de comer, se sentaba con nosotras a preguntarnos qué tal el día, quería saber cómo nos iba en el cole, con las amigas, cualquier cosa que quisiéramos contarle. Ella era y sigue siendo mi confidente. Y siempre se ha ganado además el ser la confidente de mis amigas, que la han tratado como a una más. Ojalá logre yo eso con mi hija.

Cuando me hice mayor, mi madre me animó siempre a salir al extranjero, a viajar, a ver mundo, a aprender todo lo que los libros no habían podido enseñarme. Nunca me dijo no te vayas, siempre me animó a irme, aún cuando ya era la única que quedaba en casa con ella, aunque estoy segura que hubiera preferido seguir teniéndome a su lado. Nunca tendré palabras de agradecimiento por haber tenido una madre tan generosa, que siempre haya pensado en mí antes que en ella.



Da igual lo que pasara, si mi madre me notaba algo bajita de ánimo, siempre la tuve a mi lado antes incluso de pedirle que viniera. Sigue siendo así. Este fin de semana se pasó dos días en mi casa para ayudarme con la misma, ya que una vieja lesión derivada en fuertes contracturas no me permitía mover el brazo izquierdo. Pero mi madre siempre ha sido mi mano derecha.

Mi madre sigue siendo joven y llena de energía a sus ochenta años, edad que siempre sorprende cuando la cuento. Creedme si os digo que tiene mucha más energía y vitalidad que yo, con la mitad de vida a mis espaldas. De dónde las saca, sigue siendo un misterio para mí. Adoro estar con ella, seguir teniendo esa sensación de que todo está de nuevo controlado por alguien y yo me puedo relajar, de que siempre tiene la respuesta correcta. Sigue dándome la brasa en las cosas que debo cambiar y yo la escucho con impaciencia, sabiendo que es y siempre será mi Pepito Grillo particular, y que siempre tiene razón en lo que dice.

Mi madre viajó mucho en su juventud, cuando las mujeres no contaban y casi ninguna viajaba. Mi madre salió en la portada de una revista en Cádiz, que sacaba sólo un número al año, cada verano, por ser la primera mujer en llevar pantalones en esa ciudad. Mi madre siempre fue una adelantada, y haga lo que haga, jamás podré estar a su altura. Pretenderlo sería tan inútil como querer tocar el cielo con las manos.

Mi madre pudo ser lo que hubiera querido, aún a sus ochenta años sigue resolviéndome muchas gestiones y se atreve con cualquier cosa. Tiene smartphone, Facebook, whatsapp, navega y hace gestiones por internet, tiene un ipad, y hace sus videoconferencias por Skype con mi hermana y nietos. Pero ella me dijo un día que renunció a todo con gusto por ser lo que siempre quiso ser, la madre de sus hijas y estar siempre a nuestro lado, aún cuando los kilómetros nos han alejado en muchas ocasiones.

Mi madre hace su vida, hoy está viajando con una amigas por toda la semana, sale mucho a caminar, va a exposiciones, museos, cine, teatro, visitas guiadas, clubs de lectura, aprovecha cualquier oportunidad para aprender, siempre tiene alguna amiga con la que quedar. Y yo sigo aprendiendo de ella.

Todos lo veranos mientras yo trabajo, coge a mi hija, la mete en su coche, y se la lleva a la playa, a darle unas vacaciones lejos de los calores de la ciudad, porque yo no la puedo atender entre semana. Con esa edad y lo dinámica que es la Melona, no me llegan las neuronas para entender cómo lo hace.

Siempre he querido a mi madre, pero desde que yo misma soy madre, la adoro aún más. Ahora que conozco lo que es el miedo de verdad, el miedo a que le pase algo a tu hija, lo difícil que es educar, darle impulso a mi hija y lanzarla al mundo, cada vez que tengo dudas sobre qué hacer, pienso qué haría ella para no tener dudas. Y a veces la solución es increíblemente difícil de poner en práctica, y pienso en lo difícil que tuvo que ser para ella también.



Mi madre es tan imprescindible para mí, que cada vez que la veo la lleno de besos y me estremezco internamente pensando en que cada vez nos queda menos tiempo juntas, y en que no sé muy bien cómo saldré adelante el día que ella falte. Probablemente sólo lo logre gracias a mi hija.

Mamá, no sé cómo darte las gracias por ser siempre mucho más que una madre, por ser una madre al cuadrado, por ser amiga, confidente, consejera, paño de lágrimas, puericultora de mi hija, cocinera a domicilio, gestora, prestamista, decoradora, coacher, psicóloga, animadora de eventos, personal shopper, y la mayor influencer de mi vida.

Te quiero mucho, madre. Y estas palabras siempre serán poco para lo que siento por ti.










jueves, 14 de mayo de 2015

Victoria

Para que tú nacieras,
un cometa entre un millón 
tuvo que pasar por la órbita de la Tierra 
dejando su plateada estela de partículas extraterrestres 
durante un eclipse de sol total, 
en el justo momento en que Marte y Venus
entraban en conjunción en la casa doce.
Tantas circunstancias excepcionales juntas 
que era altamente improbable que ocurriera
ni aún en un billón de años.
 
Pero naciste, y aquí estás, 
pequeña frambuesa silvestre con risa de arroyo en Sagarmata, 
llenando de canciones y colores mi vida, 
robándome el descanso en las noches.
Dando sentido a todo 
lo que nunca antes tuvo sentido. 
 
Para que tú nacieras 
tuvieron que pasar muchas cosas. 
Muchos relojes desgranaron su rítmico tic tac 
hasta agotarse. 
Muchas lluvias empaparon las tierras de labranza 
y unos frutos nacieron con las semillas de frutos anteriores.
Y así, durante generaciones. 
También hubo acontecimientos únicos, 
otros uno entre un millón. 
Algunos buenos, muchos peores, 
pero cómo juzgar al sofocante calor del verano 
si tras él llega la cosecha. 
Todos y cada uno de ellos te trajeron hasta aquí, 
redimiéndose y justificándose en cada célula de tu cuerpo, 
en cada partícula subatómica de tu ser.
Hubo asesinatos de inocentes, 
accidentes fatales, 
tragedias infantiles. 
Muchas lágrimas derramadas 
desde ojos que ya no podían ver 
más allá de sus recuerdos. 
Hubo presos y huidas apresuradas,
exilios nunca jamás acometidos, 
logrando que las matemáticas 
se equivocaran por una vez, 
haciendo posible una probabilidad imposible. 
Eso eres al fin y al cabo: el resultado 
de una ecuación con constantes e inconstantes
(y algunos inconscientes) 
que fueron sumando y restando 
por el largo y accidentado sendero de los años
hasta llegar a tu resultado.
 
 
Pero naciste, y aquí estás, 
pequeña frambuesa silvestre con risa de arroyo  en Sagarmata, 
llenando de canciones y colores mi vida, 
robándome el descanso en las noches.
Dando sentido a todo 
lo que nunca antes tuvo sentido.
  
 
Un hombre bueno tuvo que morir. 
Su voz se apagó en un grito 
y su sangre regó las áridas tierras extremeñas, 
quedó vertida, pegajosa y oscura 
arropada con su cuerpo vacío. 
Y así de simple, 
a pesar de todos los soles que le trajeron hasta allí, 
sus hijos no llegaron a nacer. 
Las lágrimas de su mujer cayeron durante noches 
salando la boca que nunca ya podría besar 
a ese hombre ni a sus hijos perdidos, 
la misma boca que tiempo más tarde besaría 
los párpados de otro condenado a muerte 
que en el último momento pudo escapar 
(¿por qué éste sí y aquél no?, preguntas.
Parece que no me escuchas: 
Para que tú pudieras nacer). 
Vivieron cercados por el odio ,
y hubo hambre en su casa, 
pero qué es el hambre 
cuando aún estás vivo. 
Su hijo, chinatillo noble, 
queriendo calmar las culebras de su vientre
robó unas peras en un huerto. 
Corrió para escapar, cayó, se golpeó. 
La fruta quedó tirada en el suelo, 
abortada su función de dar alivio,
pero ya daba igual. 
Ya nunca más volvió a pasar hambre. 
Pero qué es tener el estómago lleno 
si ya no puedes ver el sol. 
Otra niña mientras tanto jugaba al escondite 
oculta entre los rincones susurrantes de su hogar. 
Tan bien se escondió que no la vieron, 
puertas que se abren y se cierran, 
ojos que se cierran y ya no se abren,
y su vida cambió en un instante. 
Dos jóvenes se encuentran y no se ven y se reconocen.
Amar es tener ojos en las yemas 
dice la cita, 
pero no habla del sabor de los labios 
que no sólo besan, 
también saben mirarse al corazón, 
ni de los aromas que les marcan el camino 
hasta que los planetas vuelven a alinearse. 
Nace un niño, tu padre.
Los besos y las manos registran sus facciones, 
y el olor, ¡oh, ese olor a personita recién inventada! 
Primogénito adorado, niño despierto, 
juntos vuelan a otro punto cardinal 
donde otras historias están teniendo lugar 
en ese mismo momento. 
Piedras afiladas en el camino 
que obligan a cambiar el rumbo 
de familias enteras 
tan sólo para que tú 
llegues a nacer un día de otoño 
muchos años después.
 
 
Pero naciste, y aquí estás, 
pequeña frambuesa silvestre con risa de arroyo  en Sagarmata, 
llenando de canciones y colores mi vida, 
robándome el descanso en las noches.
Dando sentido a todo 
lo que nunca antes tuvo sentido.
  
 
Una niña cae enferma, apenas sabe hablar.
Los médicos le dan una oportunidad entre mil.
Un gélido miedo se instala en su espalda, le cuesta respirar, 
pero ella sale adelante, desafiante como sólo ella sabe serlo
aunque sólo sea para llevarte la contraria, 
entre reproches con media lengua a sus padres, 
que aguantan pacientes junto a su cama de hospital, 
las respuestas silenciadas en sus gargantas, 
la pesada carga por un crimen 
que nunca jamás cometieron. 
Sigue creciendo, pasa miedo, 
muñecas ejecutadas aterrorizan sus días 
enturbiando sus sueños infantiles.
Deja la escuela, pero guarda en una maleta 
de cuero marrón con hebillas 
sus ganas de aprender 
y marcha a lo desconocido por su propio pie. 
Aprende lenguas, aprende a vivir su vida,
a hacer caso sólo a los dictados de su corazón.
(Un joven huérfano y risueño 
le muestra el camino, 
enseñándole a conducirse 
por la carretera asfaltada de la vida, 
entre señales de tráfico, marchas atrás, 
direcciones prohibidas 
y semáforos en rojo). 
Aprende que la vida es sólo una y hay que vivirla, 
luchar por alcanzar las metas que te propones, 
aunque sean pequeñas como aprender a coser, 
aunque sean tan enormes como ser madre a jornada completa 
renunciando a todo lo que pudo ser.
Y pudo ser mucho, 
para ser lo que quiso ser. 
Aprende que aunque a veces piense que se equivocó 
todo pasa por algo.
Y eso es lo que te hace grande, imprescindible, 
convertiste los errores en aciertos,
las pérdidas en triunfos.
 
Pero naciste, y aquí estás, 
pequeña frambuesa silvestre con risa de arroyo  en Sagarmata, 
llenando de canciones y colores mi vida, 
robándome el descanso en las noches.
Dando sentido a todo 
lo que nunca antes tuvo sentido.
 
 
 
Y aún hay más; el prefacio de tu vida es largo 
mientras que tu libro aún está por escribir 
(con mi mente imagino sus pulcras páginas en blanco inmaculado 
con cantos dorados, 
una edición de lujo este libro. 
Me estremezco al no saber a partir de qué capítulo 
dejaré de estar contigo). 
Aún hay una niña nacida con el fuego 
de la marquesa de Bornos en su pelo, 
y el sello del marquesado grabado en su pierna, 
el mismo que tiene tu abuela, y que tienes tú. 
Fresas, les llaman. 
como si nosotras no supiéramos 
que son frambuesas, o aún mejor, 
moras, moras, 
de las que dejan en la boca el dulce recuerdo de Abi. 
Ua niña tímida, despierta, tu madre, 
que no sabe lo que es el amor más que por los libros, 
y ni aún empujada del nido por mamá pájaro 
consigue descubrirlo. 
Su juventud se va marchitando, 
y en noches de soledad con la cadencia del jazz de fondo 
se pregunta qué sentido tiene esto, 
vivir sin vivir lo que viven los demás. 
Y se propone vivir a su manera, 
pues como la luna infalible, todo tiene una cara luminosa. 
Y aprende, y estudia, y viaja, y trabaja, 
conoce personas, hace mudanzas, 
cambia sus referencias una y otra vez 
buscando reinventarse, 
encontrarse, 
apaciguarse. 
Alemania, Francia, Italia, Grecia, 
Munich, Madrid, Munich, Vitoria, 
Nepal, Vietnam, Laos, Camboya, 
Chauen, Nueva York, y al fin y al cabo Sevilla,
cuando de repente 
los planetas comienzan a alinearse una vez más,
esta vez en un Universo virtual,
u baile de ceros y unos sin sentido (¡y con tanto sentido!).
Imposibles de descifrar, 
como los cantos de las sirenas que escucha Ulises 
atado al mástil de su barco a la deriva, 
a merced de los vientos y los mares 
hasta llegar a la isla de Nemo.
 
 
Pero naciste, y aquí estás, 
pequeña frambuesa silvestre con risa de arroyo  en Sagarmata, 
llenando de canciones y colores mi vida, 
robándome el descanso en las noches.
Dando sentido a todo 
lo que nunca antes tuvo sentido.
 
 
Piloto loco en vuelo rasante que llegó arrasando. 
Se abrió la pajarera del jardín de Sagarmata 
y cientos de pájaros de seda salieron volando 
sobre nuestras coincidencias. 
Hubo risas, y lágrimas, encuentros y desencuentros, 
una primera cita en la barra de un bar que no era, sin vernos. 
Hasta un primer plantón hubo, 
y unas ganas tremendas de estampar una calabaza 
sobre esa tremenda cabeza loca que tiene tu padre 
(no es extraño que hasta el pelo haya perdido).
Y hubo amor, mucho amor, y eso cuenta. 
Lo más divertido de todo 
es que un día no muy lejano 
tú misma podrás revivirlo todo 
desde el registro binario de nuestras cartas 
transcritas en papel.  
Y otra muerte de otro hombre bueno, mi padre, 
que abre una nueva puerta, 
una puerta roja con un León. 
Y al pasar a través de ella llegamos hasta ti, 
a través de peligros en el techo del mundo
(mi rostro en medio de una ventisca 
hablándole de ti, para que no desfallecera),
nevadas en París,  
narguiles en Estambul, 
inmersiones en Koh Tao, 
y besos en el Nilo, 
donde todo cambió para siempre, 
cuando allí nunca nada cambia 
como todo el mundo sabe. 
Y pasó el cometa esperado 
Dejando su estela por la órbita de la tierra, 
en el justo y preciso momento
en que un eclipse solar
tenía lugar bajo mi monte de Venus 
(nuestros planetas en conjunción 
en la casa doce, ¿recuerdas?). 
Y llegaste tú, durante una lluvia de estrellas, 
cabalgando desnuda una dracónica,
orgullosa, guerrera, como una amazona desafiante. 
Arrullada entre besos y mimos y susurros 
llegados de cien generaciones atrás.
 
Por eso cuando me preguntas
por qué te pusimos ese nombre,
sonrío y recuerdo esta historia 
de improbables e imposibles.