Existen tres tipos de personas en el mundo de alguien: la madre, los hijos, y todas las demás.
Mis primeros recuerdos de mi madre era, como casi siempre pasa, la de un ser todopoderoso y bellísimo que siempre nos acompañaba a mi hermana y a mí, y miraba por nosotros. Pero creedme si os digo que todavía, casi medio siglo después, ella sigue siendo así.
La veía como la mujer más bella, bondadosa y llena de magia sobre la faz de la tierra. La reina de las hadas sacada de un cuento y, quién sabe qué hice yo para merecer esa suerte, vivía en mi casa.
Recuerdo la sensación de estar en el paraíso cuando me permitía, menos veces de las que me habría gustado, meterme con ella en la cama por las mañanas. Quizás por eso me resisto a que mi hija salga de la mía. Siempre digo que mis mejores noches de amor son las que he dormido con mi hija, abrazada y llena de besitos babeantes. Pero las mejores mañanas de mi vida fueron las que pasaba en la cama junto a mi madre, las dos medio dormidas y abrazadas.
Mi madre era el centro de mi universo. Casi era mi universo entero. Todo giraba a su alrededor, todo lo organizaba, hacía que todo funcionara. Cosía nuestros preciosos vestidos, cocinaba las mejores croquetas (cómo las echo de menos!) y el mejor arroz con pollo del mundo, éste aún lo seguimos disfrutando mi Melona y yo. Nos llevaba y recogía del cole, se apuntó a gimnasia rítmica con nosotras, recuerdo cómo me rizaba el pelo con sus rulos calientes una vez que fui disfrazada de princesa a una fiesta, y cómo me pintaba los labios rojo fuerte para ir a la feria vestida de flamenca. Hacía encaje de bolillos para que no nos faltara de nada, y tuviéramos de todo. Todo era posible gracias a ella.
Mi madre fue mi mejor amiga, y lo sigue siendo, y esa es la gran suerte que tengo. Nunca dejó de ser madre, pero siempre fue también amiga y confidente. Siempre me ha dado y me sigue dando consejos de madre, pensando en lo mejor para mí, y nunca en lo mejor para ella. Con once años decidió que fuera al colegio en bicicleta. Un trayecto de quince o veinte minutos, cuando aún no había carril bici. La mía y la de mi hermana fueron las primeras bicis en entrar en mi cole, nos hicieron una rampa para guardarlas en el sótano del mismo. Puedo imaginarme la cara de sorpresa de los conductores cuando veían a esa niña de esa edad con su falda de cuadros dándole a la bicicleta en medio de los coches en hora punta. Gracias al cielo, siempre fueron muy respetuosos conmigo a la hora de conducir, y pasaban con cuidado a mi lado. No sé cómo mi madre tuvo arrestos para dejarnos, las primeras veces nos seguía con su coche, el resto confió en nosotros. Éramos las heroínas del cole por ir y volver en bici.
Mi madre nos llevaba todas las semanas a la biblioteca pública, que para mí era el lugar más mágico del mundo, a coger libros en la zona infantil. Me podía pasar horas escogiendo libros, y los dos que nos podíamos llevar a casa siempre me parecieron pocos, pues a los pocos días los había terminado, y los releía. Hoy llevo yo a mi hija y nos permiten llevarnos seis cada vez. Ella nos inculcó la lectura, y en esa edad tan mala en la que a una aún le da pereza leer, me animaba diciéndome que después le podía contar de qué iba el cuento, Y yo, con tal de poder charlar con ella y que me escuchara en exclusiva, leía los cuentos, hasta que ya no pude dejar de leer.
Por las tardes, mientras nosotras nos sentábamos a ver los dibujos en la tele, ella cosía incansable en su máquina para traer algo de dinero a casa y que no nos faltara de nada. Mis tardes de niña tienen el sonido del motor de su vieja Singer, con hilvanes fugitivos prendidos en nuestros uniformes del colegio.
Mi madre convenció a mi padre que había que hacer un esfuerzo y me compraron mi piano, negro, lacado, reluciente, y me dieron una sorpresa el día que llegué a mi casa y me lo encontré de sopetón en el comedor. Por ahí anda todavía esa foto, con mi boca abierta hasta el infinito y mis ojos llenos de ilusión.
Todos los días, a la hora de comer, se sentaba con nosotras a preguntarnos qué tal el día, quería saber cómo nos iba en el cole, con las amigas, cualquier cosa que quisiéramos contarle. Ella era y sigue siendo mi confidente. Y siempre se ha ganado además el ser la confidente de mis amigas, que la han tratado como a una más. Ojalá logre yo eso con mi hija.
Cuando me hice mayor, mi madre me animó siempre a salir al extranjero, a viajar, a ver mundo, a aprender todo lo que los libros no habían podido enseñarme. Nunca me dijo no te vayas, siempre me animó a irme, aún cuando ya era la única que quedaba en casa con ella, aunque estoy segura que hubiera preferido seguir teniéndome a su lado. Nunca tendré palabras de agradecimiento por haber tenido una madre tan generosa, que siempre haya pensado en mí antes que en ella.
Da igual lo que pasara, si mi madre me notaba algo bajita de ánimo, siempre la tuve a mi lado antes incluso de pedirle que viniera. Sigue siendo así. Este fin de semana se pasó dos días en mi casa para ayudarme con la misma, ya que una vieja lesión derivada en fuertes contracturas no me permitía mover el brazo izquierdo. Pero mi madre siempre ha sido mi mano derecha.
Mi madre sigue siendo joven y llena de energía a sus ochenta años, edad que siempre sorprende cuando la cuento. Creedme si os digo que tiene mucha más energía y vitalidad que yo, con la mitad de vida a mis espaldas. De dónde las saca, sigue siendo un misterio para mí. Adoro estar con ella, seguir teniendo esa sensación de que todo está de nuevo controlado por alguien y yo me puedo relajar, de que siempre tiene la respuesta correcta. Sigue dándome la brasa en las cosas que debo cambiar y yo la escucho con impaciencia, sabiendo que es y siempre será mi Pepito Grillo particular, y que siempre tiene razón en lo que dice.
Mi madre viajó mucho en su juventud, cuando las mujeres no contaban y casi ninguna viajaba. Mi madre salió en la portada de una revista en Cádiz, que sacaba sólo un número al año, cada verano, por ser la primera mujer en llevar pantalones en esa ciudad. Mi madre siempre fue una adelantada, y haga lo que haga, jamás podré estar a su altura. Pretenderlo sería tan inútil como querer tocar el cielo con las manos.
Mi madre pudo ser lo que hubiera querido, aún a sus ochenta años sigue resolviéndome muchas gestiones y se atreve con cualquier cosa. Tiene smartphone, Facebook, whatsapp, navega y hace gestiones por internet, tiene un ipad, y hace sus videoconferencias por Skype con mi hermana y nietos. Pero ella me dijo un día que renunció a todo con gusto por ser lo que siempre quiso ser, la madre de sus hijas y estar siempre a nuestro lado, aún cuando los kilómetros nos han alejado en muchas ocasiones.
Mi madre hace su vida, hoy está viajando con una amigas por toda la semana, sale mucho a caminar, va a exposiciones, museos, cine, teatro, visitas guiadas, clubs de lectura, aprovecha cualquier oportunidad para aprender, siempre tiene alguna amiga con la que quedar. Y yo sigo aprendiendo de ella.
Todos lo veranos mientras yo trabajo, coge a mi hija, la mete en su coche, y se la lleva a la playa, a darle unas vacaciones lejos de los calores de la ciudad, porque yo no la puedo atender entre semana. Con esa edad y lo dinámica que es la Melona, no me llegan las neuronas para entender cómo lo hace.
Siempre he querido a mi madre, pero desde que yo misma soy madre, la adoro aún más. Ahora que conozco lo que es el miedo de verdad, el miedo a que le pase algo a tu hija, lo difícil que es educar, darle impulso a mi hija y lanzarla al mundo, cada vez que tengo dudas sobre qué hacer, pienso qué haría ella para no tener dudas. Y a veces la solución es increíblemente difícil de poner en práctica, y pienso en lo difícil que tuvo que ser para ella también.
Mi madre es tan imprescindible para mí, que cada vez que la veo la lleno de besos y me estremezco internamente pensando en que cada vez nos queda menos tiempo juntas, y en que no sé muy bien cómo saldré adelante el día que ella falte. Probablemente sólo lo logre gracias a mi hija.
Mamá, no sé cómo darte las gracias por ser siempre mucho más que una madre, por ser una madre al cuadrado, por ser amiga, confidente, consejera, paño de lágrimas, puericultora de mi hija, cocinera a domicilio, gestora, prestamista, decoradora, coacher, psicóloga, animadora de eventos, personal shopper, y la mayor influencer de mi vida.
Te quiero mucho, madre. Y estas palabras siempre serán poco para lo que siento por ti.
Mis primeros recuerdos de mi madre era, como casi siempre pasa, la de un ser todopoderoso y bellísimo que siempre nos acompañaba a mi hermana y a mí, y miraba por nosotros. Pero creedme si os digo que todavía, casi medio siglo después, ella sigue siendo así.
La veía como la mujer más bella, bondadosa y llena de magia sobre la faz de la tierra. La reina de las hadas sacada de un cuento y, quién sabe qué hice yo para merecer esa suerte, vivía en mi casa.
Recuerdo la sensación de estar en el paraíso cuando me permitía, menos veces de las que me habría gustado, meterme con ella en la cama por las mañanas. Quizás por eso me resisto a que mi hija salga de la mía. Siempre digo que mis mejores noches de amor son las que he dormido con mi hija, abrazada y llena de besitos babeantes. Pero las mejores mañanas de mi vida fueron las que pasaba en la cama junto a mi madre, las dos medio dormidas y abrazadas.
Mi madre era el centro de mi universo. Casi era mi universo entero. Todo giraba a su alrededor, todo lo organizaba, hacía que todo funcionara. Cosía nuestros preciosos vestidos, cocinaba las mejores croquetas (cómo las echo de menos!) y el mejor arroz con pollo del mundo, éste aún lo seguimos disfrutando mi Melona y yo. Nos llevaba y recogía del cole, se apuntó a gimnasia rítmica con nosotras, recuerdo cómo me rizaba el pelo con sus rulos calientes una vez que fui disfrazada de princesa a una fiesta, y cómo me pintaba los labios rojo fuerte para ir a la feria vestida de flamenca. Hacía encaje de bolillos para que no nos faltara de nada, y tuviéramos de todo. Todo era posible gracias a ella.
Mi madre fue mi mejor amiga, y lo sigue siendo, y esa es la gran suerte que tengo. Nunca dejó de ser madre, pero siempre fue también amiga y confidente. Siempre me ha dado y me sigue dando consejos de madre, pensando en lo mejor para mí, y nunca en lo mejor para ella. Con once años decidió que fuera al colegio en bicicleta. Un trayecto de quince o veinte minutos, cuando aún no había carril bici. La mía y la de mi hermana fueron las primeras bicis en entrar en mi cole, nos hicieron una rampa para guardarlas en el sótano del mismo. Puedo imaginarme la cara de sorpresa de los conductores cuando veían a esa niña de esa edad con su falda de cuadros dándole a la bicicleta en medio de los coches en hora punta. Gracias al cielo, siempre fueron muy respetuosos conmigo a la hora de conducir, y pasaban con cuidado a mi lado. No sé cómo mi madre tuvo arrestos para dejarnos, las primeras veces nos seguía con su coche, el resto confió en nosotros. Éramos las heroínas del cole por ir y volver en bici.
Mi madre nos llevaba todas las semanas a la biblioteca pública, que para mí era el lugar más mágico del mundo, a coger libros en la zona infantil. Me podía pasar horas escogiendo libros, y los dos que nos podíamos llevar a casa siempre me parecieron pocos, pues a los pocos días los había terminado, y los releía. Hoy llevo yo a mi hija y nos permiten llevarnos seis cada vez. Ella nos inculcó la lectura, y en esa edad tan mala en la que a una aún le da pereza leer, me animaba diciéndome que después le podía contar de qué iba el cuento, Y yo, con tal de poder charlar con ella y que me escuchara en exclusiva, leía los cuentos, hasta que ya no pude dejar de leer.
Por las tardes, mientras nosotras nos sentábamos a ver los dibujos en la tele, ella cosía incansable en su máquina para traer algo de dinero a casa y que no nos faltara de nada. Mis tardes de niña tienen el sonido del motor de su vieja Singer, con hilvanes fugitivos prendidos en nuestros uniformes del colegio.
Mi madre convenció a mi padre que había que hacer un esfuerzo y me compraron mi piano, negro, lacado, reluciente, y me dieron una sorpresa el día que llegué a mi casa y me lo encontré de sopetón en el comedor. Por ahí anda todavía esa foto, con mi boca abierta hasta el infinito y mis ojos llenos de ilusión.
Todos los días, a la hora de comer, se sentaba con nosotras a preguntarnos qué tal el día, quería saber cómo nos iba en el cole, con las amigas, cualquier cosa que quisiéramos contarle. Ella era y sigue siendo mi confidente. Y siempre se ha ganado además el ser la confidente de mis amigas, que la han tratado como a una más. Ojalá logre yo eso con mi hija.
Cuando me hice mayor, mi madre me animó siempre a salir al extranjero, a viajar, a ver mundo, a aprender todo lo que los libros no habían podido enseñarme. Nunca me dijo no te vayas, siempre me animó a irme, aún cuando ya era la única que quedaba en casa con ella, aunque estoy segura que hubiera preferido seguir teniéndome a su lado. Nunca tendré palabras de agradecimiento por haber tenido una madre tan generosa, que siempre haya pensado en mí antes que en ella.
Da igual lo que pasara, si mi madre me notaba algo bajita de ánimo, siempre la tuve a mi lado antes incluso de pedirle que viniera. Sigue siendo así. Este fin de semana se pasó dos días en mi casa para ayudarme con la misma, ya que una vieja lesión derivada en fuertes contracturas no me permitía mover el brazo izquierdo. Pero mi madre siempre ha sido mi mano derecha.
Mi madre sigue siendo joven y llena de energía a sus ochenta años, edad que siempre sorprende cuando la cuento. Creedme si os digo que tiene mucha más energía y vitalidad que yo, con la mitad de vida a mis espaldas. De dónde las saca, sigue siendo un misterio para mí. Adoro estar con ella, seguir teniendo esa sensación de que todo está de nuevo controlado por alguien y yo me puedo relajar, de que siempre tiene la respuesta correcta. Sigue dándome la brasa en las cosas que debo cambiar y yo la escucho con impaciencia, sabiendo que es y siempre será mi Pepito Grillo particular, y que siempre tiene razón en lo que dice.
Mi madre viajó mucho en su juventud, cuando las mujeres no contaban y casi ninguna viajaba. Mi madre salió en la portada de una revista en Cádiz, que sacaba sólo un número al año, cada verano, por ser la primera mujer en llevar pantalones en esa ciudad. Mi madre siempre fue una adelantada, y haga lo que haga, jamás podré estar a su altura. Pretenderlo sería tan inútil como querer tocar el cielo con las manos.
Mi madre pudo ser lo que hubiera querido, aún a sus ochenta años sigue resolviéndome muchas gestiones y se atreve con cualquier cosa. Tiene smartphone, Facebook, whatsapp, navega y hace gestiones por internet, tiene un ipad, y hace sus videoconferencias por Skype con mi hermana y nietos. Pero ella me dijo un día que renunció a todo con gusto por ser lo que siempre quiso ser, la madre de sus hijas y estar siempre a nuestro lado, aún cuando los kilómetros nos han alejado en muchas ocasiones.
Mi madre hace su vida, hoy está viajando con una amigas por toda la semana, sale mucho a caminar, va a exposiciones, museos, cine, teatro, visitas guiadas, clubs de lectura, aprovecha cualquier oportunidad para aprender, siempre tiene alguna amiga con la que quedar. Y yo sigo aprendiendo de ella.
Todos lo veranos mientras yo trabajo, coge a mi hija, la mete en su coche, y se la lleva a la playa, a darle unas vacaciones lejos de los calores de la ciudad, porque yo no la puedo atender entre semana. Con esa edad y lo dinámica que es la Melona, no me llegan las neuronas para entender cómo lo hace.
Siempre he querido a mi madre, pero desde que yo misma soy madre, la adoro aún más. Ahora que conozco lo que es el miedo de verdad, el miedo a que le pase algo a tu hija, lo difícil que es educar, darle impulso a mi hija y lanzarla al mundo, cada vez que tengo dudas sobre qué hacer, pienso qué haría ella para no tener dudas. Y a veces la solución es increíblemente difícil de poner en práctica, y pienso en lo difícil que tuvo que ser para ella también.
Mi madre es tan imprescindible para mí, que cada vez que la veo la lleno de besos y me estremezco internamente pensando en que cada vez nos queda menos tiempo juntas, y en que no sé muy bien cómo saldré adelante el día que ella falte. Probablemente sólo lo logre gracias a mi hija.
Mamá, no sé cómo darte las gracias por ser siempre mucho más que una madre, por ser una madre al cuadrado, por ser amiga, confidente, consejera, paño de lágrimas, puericultora de mi hija, cocinera a domicilio, gestora, prestamista, decoradora, coacher, psicóloga, animadora de eventos, personal shopper, y la mayor influencer de mi vida.
Te quiero mucho, madre. Y estas palabras siempre serán poco para lo que siento por ti.