viernes, 26 de octubre de 2012

Tengo una hija


La llegada de la meloncilla me ha puesto la vida patas arriba. Hasta aquí nada nuevo, una obviedad. Todo el mundo lo sabe, los hijos lo cambian todo, sobre todo para las madres, que yo no sé bien si por instinto o por simple y pura gilipollez nos empeñamos en cargar con la mayor parte de la responsabilidad y el trabajo que supone tener un hijo.  Y tu vida no es que cambie, es que se anula. Te quedas sin ella, directamente. Aaaaah, se siente, haber escogido muerte. Tu tiempo ya no es tuyo, le pertenece ahora a otro. Pero eso es tema para otra entrada, y no es de lo que quería hablar hoy aquí (¡yo he venido a hablar de mi libro!).

Y a pesar de todo lo que cambia, aún hay tantos días en que me sorprendo pensando: “¡joder, que tengo una hija!”, y este pensamiento me noquea y revuelve por dentro a partes iguales, como me ha ido pasando desde que me enteré que estaba embarazada. Quizás sea debido a que gran parte de mi vida he pensado que no iba a tener hijos por voluntad propia, y por ello nunca se me ha ocurrido fantasear con cómo sería mi hijo, cómo sería mi vida como madre, los ratos que pasaríamos juntos, etc. Entonces todo esto me pilla así como un poco por sorpresa, lo que es no deja de ser curioso si tenemos en cuenta que esta niña fue buscada (“buscada”, bonito eufemismo: me imagino con una linterna en un bosque oscuro, buscando debajo de las piedras y detrás de los árboles, a la luz de la luna, hasta encontrar a mi regordeta metida en un canasto y gorgojeando de satisfacción al haber sido “encontrada” por su madre por fin).

jueves, 25 de octubre de 2012

Volver

Después de mucho tiempo sin escribir, cuesta volver a intentarlo. Si escribir fuera como montar en bicicleta, estaría pensando en ponerme los ruedines.

Antes, las palabras llegaban certeras a la punta de la lengua. Quizás haya que decir ahora, a la yema de los dedos. Las frases se formaban de la manera correcta y una sentía que había dicho exactamente lo que quería decir. Saber expresarse bien es la leche. No hay nada más triste que ver a una persona desesperarse, diciendo “es como si….”, “imagina que…”, mirando al cielo y agitando las manos, como si esperara que las palabras exactas le llovieran sobre su cabeza. Pero las palabras se empeñan en no llover y acaban soltando impacientes un “ay, yo me entiendo!”. Pues sí, hija, tú te entiendes porque lo que es los demás…

Cuando uno se sabe expresar, sus ideas, sean buenas o no, acaban llegando a los demás que nos devuelven sus impresiones, a menos que nos dé por hablarle a las setas (o por escribir en un blog que aún nadie conoce). Si son buenas pueden causar agrado, admiración o quizás simple empatía. En el caso contrario, a menos que tu interlocutor sea un tanto grosero, o que participes en un debate televisado (para el caso es lo mismo), casi seguro que puedes conseguir algún “ajá”, “uhu”, o algún asentimiento no muy efusivo de cabeza cuanto menos. No pasa nada, tú te has expresado y la otra persona te ha entendido. La comunicación se ha producido. Te sientes “comprendida”: qué buena frase, en el más puro sentido literal.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Arranquemos

Amanecer desde la ventana de la oficina. Amanecer de un nuevo día.



Arrancamos, que no es poco. Hasta donde llegue, da igual, de mí depende.
Ahora sólo me interesa disfrutar del camino, mientras dure.